Cuando la verdad se funde en el tiempo y este se quiebra ante la longevidad de los años, las historias germinan en leyendas errantes de boca en boca, ajenas a un principio y lugar.
Quizás sea este uno de los motivos por los que ningún ciudadano de Nogles, se atreve a dar por ciertas las leyendas de la marquesa Maria Isabella.
Mujer a la que los siglos, convirtieron su vida en tinta y la tinta en historia.
Cuentan aquellas voces cansadas por el trillar de otoños pasados, que al este de Nogles el marqués de Isabella, descendiente del rey Fonsio IV, después de cansadas y cruentas batallas decidió aparcar la fría armadura por el calor de su castillo a la sombra de los biblicos valles, complices de la sangre y el linaje.
A la caida del ocaso, cuando el ganado es recogido por el temor a los lobos y al extravio en la noche oscura, la vida enmudece en los campos y pastos.
Dicen las voces que sostienen la verdad en el tiempo, que el descendiente del rey Fonsio IV, quedó prendado de la benjamina del sultán de Yagrum, a quien dió muerte en el campo de batalla.
La joven fue desposada a la fuerza, quedando poco tiempo después embarazada. Cuatro semanas antes de dar a luz, la princesa buscó purificar su linaje clavandose una daga justo donde germinaba la semilla del bélico barón. La afilada y cortante hoja atravesó el vientre, perforando el útero y pinzando al feto.
La desdichada hija del sultán, murió desangrada. A su lado con apenas ocho meses, un pequeño ser también fallecía.
Con el ego herido, el marqués de Isabella, dispuso el funeral levantando un altar en el cual cremar ambos cuerpos. Primero la madre, después la hija, que al ser depositada se aferró con fuerza a la mano de su progenitor sonriendo.
El hombre de las mil batallas perplejo ante tal muestra de vida, no podía dar crédito, él que conocía la vida y la muerte en todas sus formas.
Reuniose el marqués con los consejeros espirituales de la región de Nogles, y estos aconsejaron deshacerse del bebé.
-No es humano, no existe ilustración posible que explique tal milagro, salvo en aquellos libros de hechizos y brujería.
El descendiente del rey Fonsio, dispuso sentencia a su propia descendencia. Los sabios se ofrecieron para dar fin a la criatura recién devuelta a la vida, pero no estaba, había desaparecido.
Orondio, marqués de Isabella, encolerizado registró cada palmo de su castillo, bosques, llanos, praderas, hogares.
Busqueda infructuosa, el bebé no aparecía. El temor a lo desconocido le acechaba.
Ordenó que ningún miembro del castillo hablase o comentase tal suceso, enterrando así la verdad vivida.
La noche reinaba con negra presencia, cuando voces lejanas, inocuas, inertes enturbiaron el morferico silencio en los aposentos del marqués.
-La sangre se calma con sangre- rezaban las voces.
-¿Quién osa enturbiar mi descanso? Dar luz a vuestro rostro. Salid de la oscuridad que os envuelve.
-Solo la sangre calma la sangre- volvía a repetir el coro inerte.
Espada en mano, Orondio, descorrió las sedosas cortinas que cubrían su lecho y de un salto fue al encuentro de la voz. En su lugar dislumbró la silueta de la niña perdida.
El marqués levantó su pesada arma con el deseo de dar fin a la pequeña criatura, cuando sus oidos volvieron a captar la misma cacofonía.
-No podrás matar aquello que el pecado ha engendrado. Tu ser, vivirá atado al maleficio de la vida y la muerte. Alimentala y te alimentarás, destruyela y te destuirás. El mal vive en tí, en ella.
Metamorfosis fundida en un rostro esculpido en cantos de sirenas.
Dispuso el asustado hombre aposentos para tan extraño ser, en el cual sólo él y una institutriz podían adentrarse.
La noche, el alba,el alba, la noche seguían su curso dando vida a lo que vida siempre tuvo, descubriendo la verdad oculta.
La pequeña contaba con un año y seis meses de vida, cuando al renacer de las estrellas, de un día olvidado su instinto hizo acto de presencia.
Alimentaba la institutriz a la niña en el justo instante que esta, transformandose en una criatura de dificil descripción nada imaginable a la mente humana, devoró su pecho succionanado hasta la última gota de sangre.
............................................
Continuará.
La daga pensante.
Quizás sea este uno de los motivos por los que ningún ciudadano de Nogles, se atreve a dar por ciertas las leyendas de la marquesa Maria Isabella.
Mujer a la que los siglos, convirtieron su vida en tinta y la tinta en historia.
Cuentan aquellas voces cansadas por el trillar de otoños pasados, que al este de Nogles el marqués de Isabella, descendiente del rey Fonsio IV, después de cansadas y cruentas batallas decidió aparcar la fría armadura por el calor de su castillo a la sombra de los biblicos valles, complices de la sangre y el linaje.
A la caida del ocaso, cuando el ganado es recogido por el temor a los lobos y al extravio en la noche oscura, la vida enmudece en los campos y pastos.
Dicen las voces que sostienen la verdad en el tiempo, que el descendiente del rey Fonsio IV, quedó prendado de la benjamina del sultán de Yagrum, a quien dió muerte en el campo de batalla.
La joven fue desposada a la fuerza, quedando poco tiempo después embarazada. Cuatro semanas antes de dar a luz, la princesa buscó purificar su linaje clavandose una daga justo donde germinaba la semilla del bélico barón. La afilada y cortante hoja atravesó el vientre, perforando el útero y pinzando al feto.
La desdichada hija del sultán, murió desangrada. A su lado con apenas ocho meses, un pequeño ser también fallecía.
Con el ego herido, el marqués de Isabella, dispuso el funeral levantando un altar en el cual cremar ambos cuerpos. Primero la madre, después la hija, que al ser depositada se aferró con fuerza a la mano de su progenitor sonriendo.
El hombre de las mil batallas perplejo ante tal muestra de vida, no podía dar crédito, él que conocía la vida y la muerte en todas sus formas.
Reuniose el marqués con los consejeros espirituales de la región de Nogles, y estos aconsejaron deshacerse del bebé.
-No es humano, no existe ilustración posible que explique tal milagro, salvo en aquellos libros de hechizos y brujería.
El descendiente del rey Fonsio, dispuso sentencia a su propia descendencia. Los sabios se ofrecieron para dar fin a la criatura recién devuelta a la vida, pero no estaba, había desaparecido.
Orondio, marqués de Isabella, encolerizado registró cada palmo de su castillo, bosques, llanos, praderas, hogares.
Busqueda infructuosa, el bebé no aparecía. El temor a lo desconocido le acechaba.
Ordenó que ningún miembro del castillo hablase o comentase tal suceso, enterrando así la verdad vivida.
La noche reinaba con negra presencia, cuando voces lejanas, inocuas, inertes enturbiaron el morferico silencio en los aposentos del marqués.
-La sangre se calma con sangre- rezaban las voces.
-¿Quién osa enturbiar mi descanso? Dar luz a vuestro rostro. Salid de la oscuridad que os envuelve.
-Solo la sangre calma la sangre- volvía a repetir el coro inerte.
Espada en mano, Orondio, descorrió las sedosas cortinas que cubrían su lecho y de un salto fue al encuentro de la voz. En su lugar dislumbró la silueta de la niña perdida.
El marqués levantó su pesada arma con el deseo de dar fin a la pequeña criatura, cuando sus oidos volvieron a captar la misma cacofonía.
-No podrás matar aquello que el pecado ha engendrado. Tu ser, vivirá atado al maleficio de la vida y la muerte. Alimentala y te alimentarás, destruyela y te destuirás. El mal vive en tí, en ella.
Metamorfosis fundida en un rostro esculpido en cantos de sirenas.
Dispuso el asustado hombre aposentos para tan extraño ser, en el cual sólo él y una institutriz podían adentrarse.
La noche, el alba,el alba, la noche seguían su curso dando vida a lo que vida siempre tuvo, descubriendo la verdad oculta.
La pequeña contaba con un año y seis meses de vida, cuando al renacer de las estrellas, de un día olvidado su instinto hizo acto de presencia.
Alimentaba la institutriz a la niña en el justo instante que esta, transformandose en una criatura de dificil descripción nada imaginable a la mente humana, devoró su pecho succionanado hasta la última gota de sangre.
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Continuará.
La daga pensante.